En el baile de máscaras, entre el torbellino de sedas y encajes, nuestros pasos se entrelazaron al ritmo del «Vals de los secretos». Bajo el resplandor de las velas, sus ojos, escondidos tras un antifaz dorado, brillaban con una intriga irresistible.
El vals fluía, llevándonos a un mundo donde solo existíamos nosotros dos. Nuestras palabras, susurradas como promesas, se convertían en ecos que bailaban en la noche. Cada giro, un secreto compartido; cada nota, una emoción confesada.
Pero el tiempo se nos escapaba como arena entre los dedos. Con el último acorde, él desapareció entre la multitud, dejando solo el recuerdo de nuestro baile y la promesa de volver a encontrarnos.
Los días se convirtieron en noches, y las noches en anhelo. Busqué en cada rostro, esperando un destello de reconocimiento, pero él se había desvanecido como el humo en el aire. Hasta que una noche, volví a escuchar las notas familiares del «Vals de los secretos» en un salón abarrotado.
Mi corazón latió con fuerza mientras me acercaba al centro de la pista. Allí, bajo las luces tenues, estaba él, con el mismo antifaz dorado. Nuestros ojos se encontraron a través del baile, y todo el mundo desapareció.
En ese instante, supe que nuestros secretos habían sido guardados para este momento, un reencuentro que desafiaba el tiempo y el destino. Y así, al ritmo del «Vals de los secretos», volvimos a bailar, entrelazando nuestros pasos y nuestras almas para siempre.
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