En el susurro del pasado, donde el tiempo se entrelazaba con el anhelo, vivía Isabella. Su corazón anhelaba un amor que trascendiera las páginas de los libros antiguos que leía.
Una tarde, mientras paseaba por el parque, escuchó un tenue susurro. Se detuvo, su cuerpo temblando de anticipación. «¿Isabella?», susurró la voz, enviando escalofríos por su espina dorsal.
Se giró y quedó boquiabierta al ver a un extraño guapo. Sus ojos oscuros brillaban con un conocimiento que le era desconocido. «¿Cómo sabes mi nombre?», preguntó ella.
«Soy Mateo, el conde perdido en el tiempo», respondió. «He oído hablar de ti, Isabella, la soñadora».
Isabella estaba cautivada por su misterioso encanto. Caminaron juntos, hablando hasta altas horas de la noche. Cada palabra que decían parecía escrita en el destino.
Pero su romance fue perseguido por la sombra del pasado. Un rival, celoso de la atención de Isabella, amenazó con exponer el secreto de Mateo.
Temiendo por su amada, Mateo desapareció en la noche, dejando tras de sí solo un angustioso silencio. Isabella lloró amargamente, su corazón roto en mil pedazos.
Años después, Isabella visitó el parque donde se habían conocido. Mientras contemplaba el estanque, una pequeña joya brilló en el agua. La recogió y era un anillo que Mateo le había regalado.
Un latido de esperanza se encendió en su interior. Siguió el susurro del pasado, que la llevó a un castillo antiguo. Allí, Mateo estaba esperándola, el tiempo no había borrado su amor.
Se reunieron en un abrazo, sus lágrimas de alegría mezclándose con el susurro del pasado. Habían encontrado su verdadero amor, un amor que había sobrevivido a las tormentas del tiempo.
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