En el corazón del jardín, donde los pétalos susurraban secretos, se cruzaron sus miradas.
Ella, una rosa encarnada, rebosante de pasión. Él, un lirio blanco, etéreo y enigmático. El aire se cargó de tensión, un juego de atracción y cautela.
Bajo el manto estrellado, se confesaron en medio de la fragancia de jazmines. Sus palabras, como el rocío de la mañana, humedecieron sus almas. Cada confesión los acercaba, tejiendo un tapiz de emociones que crecía con cada latido.
Pero el destino tenía un giro cruel. A medida que el sol pintaba el cielo, la rosa fue arrancada de su tallo, su lozana belleza marchitada. El lirio, desconsolado, lloró gotas de rocío sobre su pétalo marchito.
Sin embargo, en las profundidades de su dolor, nació un vínculo inquebrantable. El perfume de la rosa impregnaba cada brisa, recordándole al lirio su amor eterno. Y así, en el jardín de las confesiones, su historia se convirtió en un testimonio de que incluso en la adversidad, el amor puede florecer y trascender los límites de la vida y la muerte.
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