En el crepúsculo del invierno, donde los días son cortos y las noches largas, dos almas se encontraron en un parque nevado.
Eva, una mujer mayor de cabello plateado y ojos que brillaban como estrellas, paseaba lentamente, recordando los inviernos pasados. Juan, un hombre solitario con un pasado marcado por la pérdida, contemplaba el gélido estanque, perdido en sus pensamientos.
Cuando sus miradas se cruzaron, el tiempo pareció detenerse. Una chispa de reconocimiento encendió sus corazones. Eva, con su cálida sonrisa, se acercó a Juan y le ofreció su mano. «Mi nombre es Eva», dijo con voz suave. «Juan», respondió él, sin apartar la mirada de sus profundos ojos.
Caminaron juntos, hablando de sus vidas, sus esperanzas y sus temores. Descubrieron que, a pesar de las diferencias de edad y experiencia, compartían un anhelo común: el calor del amor humano.
El parque se vació, pero ellos continuaron hablando, su conexión creciendo con cada palabra. Cuando llegó el momento de despedirse, Eva le entregó a Juan una pequeña nota, sus manos temblando ligeramente. «Llámame», decía.
Juan se marchó, el corazón latiéndole con fuerza. Esa noche, llamó a Eva y su voz lo llenó de una sensación de paz que no había sentido en años. Se encontraron nuevamente, y con cada encuentro, su vínculo se hacía más fuerte.
En el helado invierno, dos almas solitarias habían encontrado el calor del amor, demostrando que incluso en las estaciones más frías, la esperanza y el romance pueden florecer.
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