Dicen que cada uno tiene su rosa del destino, esa persona con la que estamos destinados a ser. Para mí, esa rosa era Rosa.
La vi por primera vez en una noche estrellada, su cabello ondeando como un río de ébano bajo la luz de la luna. El destino parecía guiarnos el uno hacia el otro; nuestros caminos se cruzaban en lugares inesperados, en momentos inimaginables.
Cada encuentro era un deleite, como encontrar un tesoro escondido. Nuestras conversaciones fluían como un arroyo, llenando el silencio con risas y sueños. Sus ojos, un mar verde esmeralda, prometían un amor profundo, un amor que parecía trascender el tiempo y el espacio.
Pero el destino, en su perversa ironía, tenía un giro cruel reservado para nosotros. Una noche, cuando nuestras manos se entrelazaron y nuestros corazones latían al unísono, el destino intervino. Rosa falleció en un trágico accidente, dejando solo el perfume de su recuerdo.
Mi corazón se hizo añicos, pero su amor se convirtió en un faro que iluminaba mi camino. Su rosa del destino floreció en mi alma, un recordatorio constante de que incluso en la ausencia, el amor perduraría eternamente.
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