Entre el aroma a vainilla y el suave crepitar de las velas, su historia comenzó. Ella, una artista solitaria, con su lienzo en blanco y sus pinceles manchados de vida. Él, un escritor viajero, con palabras que bailaban sobre el papel y una mirada que reflejaba mundos lejanos.
Se encontraron entre el fulgor de las velas del adiós, una exposición de despedida que evocaba finales y nuevos comienzos. El arte de ella capturó su alma, su historia se entrelazó con sus palabras. Cada pincelada era un poema, cada página escrita un óleo sobre lienzo.
Entre las obras de arte, sus dedos se rozaron accidentalmente. Una chispa recorrió sus cuerpos, una conexión que trascendía el tiempo y el espacio. Los días se convirtieron en noches en vela, compartiendo sueños y secretos a la luz de las velas del adiós.
Pero su amor estaba marcado por el destino. Él, un ave migratoria, destinado a volar hacia otros horizontes. Ella, arraigada a su lienzo, con el corazón atado a su arte. La última noche, bajo el tenue resplandor de las velas, se despidieron.
Entre lágrimas y promesas, él le regaló una pluma, un símbolo de sus palabras eternas. Ella le entregó una pintura, un recuerdo de su amor que nunca se desvanecería. Las velas del adiós se extinguieron, dejando solo el eco de su amor y la esperanza de un reencuentro entre las páginas de un libro y los trazos de un lienzo.
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