Un tictac resonó en el silencio de la biblioteca, marcando el destino de dos almas perdidas.
Clara, con sus ojos azules como el océano, buscaba consuelo en las palabras impresas. Juan, el bibliotecario, observaba sus delicados dedos acariciar las páginas de «El reloj de cristal». Intrigado y embelesado, se acercó a ella.
«¿Te gusta ese libro?», preguntó, su voz suave como el terciopelo.
Clara levantó la mirada, sus ojos encontrándose con los suyos. «Me atrapa su misterio, la forma en que el tiempo parece detenerse dentro de sus páginas».
Juan sonrió, encantado por su pasión. «Así es como yo me siento contigo, Clara. Como si el tiempo se detuviera cada vez que te veo».
Asombrada, Clara sintió cómo su corazón latía con fuerza. Habían hablado pocas veces, pero sus palabras resonaron profundamente. Al día siguiente, volvió a la biblioteca, con la esperanza de volver a encontrar a Juan.
Sin embargo, la biblioteca estaba vacía. Sólo quedaba su reloj de cristal, marcando incansablemente el paso del tiempo. Decepcionada, Clara lo recogió y lo sostuvo en sus manos.
De repente, el reloj comenzó a brillar suavemente. Un mensaje apareció en su superficie: «Encuéntrame en la plaza a medianoche».
Clara corrió hacia la plaza, su corazón latiéndole con anticipación. Allí estaba Juan, con una sonrisa que iluminaba la noche. «Perdóname por desaparecer», dijo, «pero necesitaba escribirte algo».
Le entregó un pequeño sobre. Dentro, Clara encontró un poema que hablaba de su belleza, su inteligencia y su capacidad para detener el tiempo. Lágrimas de alegría rodaron por sus mejillas mientras Juan le proponía un futuro juntos.
Y así, el reloj de cristal se convirtió en un símbolo de su amor eterno, un testimonio de que el destino puede escribir los capítulos más bellos en los corazones que tienen el valor de seguir su tictac.
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