La sombra del colibrí revoloteaba ante sus ojos, un mensajero fugaz de un amor que aún no había florecido. En aquel jardín, bajo el sol de abril, se cruzaron dos almas: él, un escritor solitario; ella, una pintora con pinceladas de ensueño.
El colibrí se posó en la mano de ella, sus alas diminutas batiendo con una intensidad que contrastaba con su fragilidad. El escritor quedó hechizado por la escena: la mujer, tan etérea como una ninfa, con los ojos perdidos en el vuelo del ave.
En un susurro que apenas rozó el viento, ella le habló. «Dicen que si capturas la sombra de un colibrí y la encierras en un cuadro, el amor de tu vida te será revelado». Aquel instante se congeló en el tiempo, el colibrí, un hilo dorado uniendo sus destinos.
Pasaron años pintando y escribiendo, sus obras entrelazadas por la sombra del colibrí. Hasta que una noche, en una exposición de arte, el escritor presentó un cuadro que le quitó el aliento a la pintora: la sombra del colibrí, capturada en una pincelada mágica.
Sus miradas se encontraron a través de la multitud, el mensaje del colibrí finalmente claro. Su amor, un secreto susurrado por el vuelo de un ala, había sido revelado. Y así, bajo la sombra del colibrí, sus almas se entrelazaron, unidas por un destino escrito en los trazos de un cuadro.
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