Bajo un cielo plomizo, la ciudad lloraba a cántaros. En medio de aquel aguacero, la silueta de dos amantes se recortaba en un balcón.
Sofía, con su largo cabello empapado, miraba al horizonte. Sus ojos reflejaban la tormenta que se desataba en su interior. Había amado a Mateo con una pasión desmedida, pero sus caminos se separaban para siempre.
Mateo, empapado y con el corazón encogido, contemplaba el rostro de Sofía. La lluvia caía sobre ellos, llevándose sus palabras, sus promesas y sus sueños. El tiempo se detuvo en ese instante, el latido de sus corazones retumbando en el silencio que solo la tormenta podía crear.
«Nunca te olvidaré», susurró Mateo, su voz ahogada por el estruendo de la lluvia.
«Tampoco yo», respondió Sofía, lágrimas mezclándose con las gotas de agua.
Y así, bajo la lluvia torrencial, se despidieron, sellando su amor con un beso apasionado. Luego, Mateo se dio la vuelta y se perdió entre la multitud, dejando a Sofía en el balcón, sola con sus recuerdos.
Pero en su corazón, el amor de Mateo permanecería para siempre, un torbellino de emociones que la tormenta no había podido apagar. La despedida bajo la lluvia había sido desgarradora, pero también un momento de belleza agridulce, un testimonio de un amor que había sido tan intenso como la propia tormenta.
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