En el crepúsculo de la existencia, entre susurros del tiempo, encontré un amor que desafiaba la razón. Su nombre era Celeste, y su belleza era un cuadro viviente, pinceladas de un pasado que anhelaba revivir.
Con cada encuentro, el pasado y el presente se entretejían como hilos en un tapiz. Historias de amor perdido y reencuentro bailaban en el aire, envolviéndonos en un sueño en el que el tiempo no existía.
Pero el destino tenía un giro cruel. El tiempo, nuestro implacable enemigo, amenazaba con separarnos. Con cada tictac del reloj, la distancia entre nosotros crecía, amenazando con desgarrar nuestros corazones conectados.
En nuestro último encuentro, bajo el cielo estrellado, hice una promesa. «Este amor», dije, «transcenderá las fronteras del tiempo». Y así, con el peso del pasado y la esperanza del futuro en nuestros hombros, nuestros caminos se dividieron.
Años más tarde, en el umbral de la eternidad, Celeste regresó. Su rostro había envejecido con gracia, sus ojos aún brillaban con el amor que compartíamos. En ese reencuentro, nuestro amor demostró ser más fuerte que el paso del tiempo, un vínculo inquebrantable que nos uniría para siempre.
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