Hubo una vez una melodía que nació no de un instrumento, sino de un corazón solitario. Ana, una artista de espíritu libre, tocaba cada nota con tanta pasión que parecía sacarlo de lo más profundo de su alma.
Un día, mientras tocaba en un pintoresco café, sus acordes llamaron la atención de Pablo, un escritor cautivado por la vulnerabilidad y el anhelo que emanaban de la música. Se acercó tímidamente, sus palabras vacilaron al principio, pero pronto fluyeron con tanta elocuencia como la melodía misma.
Entrelazada con la armonía, su conversación se convirtió en una hermosa sinfonía, tocando los rincones más recónditos de sus corazones. Descubrieron un mundo de entendimiento mutuo y anhelos compartidos.
Justo cuando la noche parecía llegar a su fin, Pablo le hizo a Ana una pregunta que cambiaría para siempre la melodía de sus corazones: «¿Serías mi sonata, mi alma gemela musical?»
Ana quedó sin aliento, sus dedos aún posados sobre las teclas. Una sonrisa iluminó su rostro mientras respondía: «Sí, Pablo. Déjame ser la nota que falta en tu partitura».
Y así, la melodía que nació en un corazón solitario encontró su armonía en otro, creando una sinfonía de amor que resonó mucho más allá de las paredes del café.
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